CRÓNICAS URBANAS, REFLEXIONES0
El cuchillo
POR FABIÁN SOBERÓN ·@FABIANSOBERON · EN SEPTIEMBRE 4, 2018
A Rodolfo Martín Campero
Subido a un caballo, acompañado por un baquiano, Jacobo Roseniski atraviesa el monte de Las Estancias. El viejo habitante de la villa lo guía en la peripecia.No es la primera vez que Jacobo realiza el camino pero el cansancio lo domina, le cambia el humor. Han sido días de mucho trabajo en la última semana.
En la cumbre lo espera el señor Juan Anselmo Seraire Torres, antiguo propietario de una casona esplendorosa. La casa guarda el brillo feliz de los primeros años del siglo. Seraire vive allí con su esposa en los meses del verano. Ha invitado a Roseniski y al doctor Gorriti para festejar los 30 años de matrimonio. Los empleados de Seraire han preparado un asado.
Jacobo llega a la hora rosada y esparcida del crepúsculo. Como si hubieran acordado el encuentro, unos minutos después aterriza el helicóptero del ministro de salud, el doctor Esteban Gorriti. Seraire los atiende en la galería. Los caballos son llevados al corral.
Se hace la noche pletórica de estrellas.
Seraira propone un breve brindis inicial. Nadie se puede negar. Su esposa, ataviada con un largo vestido rojo, le hace una mueca con la boca. La sonrisa es más grande que la vida.
Roseniski enumera detalles de las últimas horas de trabajo en la agencia de viajes. El doctor Gorriti se refiere a los empleados que protestan por los sueldos bajos. Seraire, que ya sabe que la política dominará la noche, le pide que no digan nada del general. El doctor no se contiene y viola el principio. Hace varias afirmaciones contrarias al militar argentino. Seraire hace de cuenta que no ha oído nada. No quiere ensuciar la oscuridad amable que los rodea.
Los brindis se suceden hasta que la noche más mansa los envuelve y la mujer se agota. Pronto, anuncia que se va a dormir.
Los tres hombres se entregan a la frescura plagada de mosquitos.Seraire trae un aparato que promete acabar con los insectos insistentes. Los tres, borrachos, se ríen por nada. Todo convoca la carcajada estridente, el estruendo de las bocas despistadas y alegres.
Seraire pide un alto con la mano. Roseniski y Gorriti se miran. No entienden. Seraire se levanta y anuncia que vuelve enseguida. Camina, despacio, hasta la habitación contigua. Levanta lo que necesita. Regresa. Se sienta. Quiere demostrar su alegría. Saca un estuche largo, hecho de cuero, lleno de incrustaciones doradas. Seraire se permite la hipérbole. Dice que es el cuchillo más hermoso que jamás han visto. Lo saca del estuche. Cuando el filo brilla con la luz de plata, Seraire dice que es un regalo.
Es un regalo de mi amigo Adolf Eichmann, proclama, orgulloso, Seraire.
Roseniski mueve los ojos como el caballo que ha quedado dormido en el corral.La luz que choca en el globo ocular brilla más que la luna feroz de los cerros. Se acomoda en la silla, carraspea y no agrega nada. Seraire está embalado. Se ríe a carcajadas. Festeja solo, sin aprobación, el gracejo imberbe.
La noche avanza y el día los encuentra tirados en las sillas, dormidos.
Roseniski se sube a su caballo. El nudo en la garganta no es menor que la bosta que deposita el caballo en el pasto.
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