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LOS 80 MISÁNTROPOS

Por Rodolfo Martín Campero |

Vivo solo, acompañado breves horas por una empleada malhumorada, seca, incómoda, muda, que se encarga con mala gana de la higiene de la casa y la comida hasta desaparecer a los postres por arte de magia. Todos los días son una reiteración del anterior.

Hace tres días cumplí ochenta años. Es de noche y estoy en mi habitación mohosa que da a la calle. Su puerta y su única ventana cerrada parecían muertas. Son las cuatro de la mañana, observo ensimismado el negro pavimento. Por el postigo torcido filtra un frío y duro viento que me hiela los pies. Estoy sin sueño, alerta. Todas las malditas noches cargo esas molestias que machacan en la gran edad.

Horas antes, en el crepúsculo, cuando el sol se perfilaba en decaída, en soledad, triste, una especie de depresión tediosa e indistinguible echó abajo todos los posibles sabores de la vida.

Esas madrugadas ociosas me obligan a un insomnio cotidiano, a la misma hora. Me enfurezco; fuese por la oscuridad, el frío, el estruendo callejero de bandadas de jóvenes motociclistas excitados con instinto suicida, o la barahúnda de automovilistas que lidian con idénticos riesgos más la destrucción del patrimonio de sus padres.

Agriado, me siento citado a deslizarme en otro día al que no estoy invitado. No acepto resignarme, estoy desganado y con una sensación indagatoria de matices amenazantes que insisten en que conviva con otro día que no me pertenece. Entre la soledad, el frío y el escándalo callejero, hasta los largos latidos propios los percibos obscenos, como quien descubre el ritmo o la respiración de terceros que no están ni me interesa que estén. Sé de antemano que esa jornada no tendrá vínculo alguno con aquellas del poderoso esplendor juvenil, y me sacudirá con que los ancianos no somos un espejo de la vulnerabilidad de los niños. ¡Vaya novedad! Por supuesto que infancia y vejez no se leen juntas; la del niño es evolutiva, la del viejo involutiva. Un viejo puede enseñar a caminar a un niño, nunca al revés.

Me eclipsan las expectativas de que voy a durar poco; pero lo que más me incomoda es que no me resta espacio, lo que no es de por sí bueno ni malo, salvo para esperar el final que me enfrenta, entonces largo un gruñido.

Algunos imbéciles creen que lo que siento es una percepción común de los humanos durante toda la vida; no es así; antes, de joven, me sentía eterno, ágil, pintón y hábil. Ahora curso un insubstancial vacío, introvertido, hosco, anclado a una declinación biológica que conlleva una misantropía sustentada en desgracias acumuladas durante años. A veces es un imaginario de representaciones del pasado que tratan de hacerme creer que los recuerdos superan en veracidad y gusto a los acontecimientos reales.

Tal vez, hoy la mayor épica que puedo comentar del rutinario día es que orino de sentado. De otra manera, mojo los pantalones, me ensucio, me enojo conmigo mismo, me avergüenzo, me odio. O lidio con mis articulaciones, obsesionadas en impedir a puro dolor y dificultad que me los ponga de nuevo. Ya no me late la mirada curiosa, la pasión por comprender el comportamiento humano ni el ansia de conocerme mejor.

Curiosamente, casi todos los escritos que leo tocan el naufragio de la vejez y sus complejidades; son puras demostraciones del penoso papel de la decrepitud.

Hay quienes recitan que con el correr de los días, por ejemplo, se agudiza la astucia; descreo de esos falsos consuelos llenos de lugares comunes. O sostienen que mantener una actividad, un hobby o leer retarda la pérdida de percepción y la empatía.

Moliere, seguramente enojado, decía que los primeros síntomas de la claudicación estimulan a algunos imbéciles cuasi desconocidos a agasajarte, obsequiarte afección, a falsear un acompañamiento con ilusorios abrazos. Nada odio tanto como a esas gentes que se contorsionan con artificios de adulación y quiméricas amabilidades; o a los médicos que, en la consulta, traicionando desesperanzas, repiten que “su dolor es benigno”. ¡Qué saben ellos de dolor!

Y no lo digo de mala gana, como si tratara de imponer una moral irónica o una pretensión caprichosa propia de la vejez. Además, aborrezco discutir sobre el tema, porque empiezo a gritar, impugno y me cuesta refrenarme.

Para colmo, la vejez encarna a veces el torcido proceder de creerse todavía joven a pesar de la condición abyecta del cuerpo, a pesar de que a veces sin, a veces con, una sensación amarga se adueña de una ajenidad sobre el presente. Ahí la generosidad de los corazones hipócritas se aprovecha para burlarse, por más méritos que tengan las personas vapuleadas.

Reconozco esa depreciación, que otros más nóveles manifiestan con una afable complacencia juvenil con la pretensión de henchir por instantes el orgullo de hacer creer que sus sueños se han realizado. Por lo contrario, es la vejez descolorida la que va creciendo con una disciplina implacable.

Digámonos la verdad. Cuando esa disminución domina el cuerpo, apenas queda lugar en la mente para una subjetiva supervivencia. No admito que exista alma alguna en la mayoría de edad que esté dispuesta a permitir estimaciones burdas de terceros, indignas, prostituidas; de trato insolente, irreverente, tanto si fuésemos personas serias o tontas. De ninguna manera. Sería como admitir que los ciegos opinen sobre los colores o, como decía Voltaire, que los sordos fuesen las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.

Por otra parte hay múltiples disparates escritos en textos antiguos, relatados en enclaves geográficos imprecisos, donde se compara nuestras vivencias mayores con otras de viejos de otras latitudes supuestamente felices, privilegiadas en su mayoría de edad. Me produce repulsión relacionarme con esas culturas seniles, cuando no imaginarias contrapuestas a las nuestras. Como la de los indios de la Amazonía, que abusan del mismo y acomodaticio vocablo para decir joven y bello que viejo y feo, y falsamente reservan a los mayores la última acepción de un inexistente e inmenso y digno derecho de ser los únicos confidentes cercanos a Dios. ¡Vaya manera de deshacerse de ellos! Los dioses olímpicos, más prácticos, no amaban a los viejos; los abandonaban a un rencoroso diálogo en soledad, a un monólogo soso sobre los espacios familiares y a padecer el colapso del sexo. O a que observen abatidos que apenas quedan migajas de una libido sin amor y con miedo; con muchísimo miedo.

El deterioro físico, los achaques, las enfermedades y los conflictos, conllevan a la disminución del prestigio y al mecánico ritual del ostracismo.

Ojala supiéramos hacer fecundos los días de la declinación, pero no es así, salvo excepciones. La rigidez arcaica sostiene una personalidad compleja y retorcida, que se ambienta en soledad y alimenta una bronca rabiosa. ¡Qué decir de la hora del atardecer!, la del crepúsculo, cuando amaina la luz y de su opacidad brota tristeza y desprecio: la falta de empatía torna el alma en  carne viva.

Sumergidos en esa desolación, que aviene con las líneas de la etapa final, ya no queda nada para lisonjear, para ser íntimamente libre o socialmente útil. Ha desaparecido el proyecto de vida. Quedan saldos de recuerdos y algún intento de revisión de lo que lo que para el joven son ganas y para el viejo necesidades. En ese vaivén de mínimos entusiasmos y grandes decaimientos, en las tardías horas grises siento vergüenza, culpa y reservas. Ya se ha perdido no sólo lo propio, lo que ya no existe o no acompaña, salvo el cercano y desconocido vacío. El ambiente, la sociedad, lo físico y lo mental se manifiestan dolorosos, agresivos y significativos, reemplazados por la travesía de una existencia meramente contemplativa, inapelable, que insinúa el inminente naufragio.

La vejez no es una imbécil visión literaria; al contrario, es un sustantivo que da inicio a al conocimiento de la metafísica habitual, si es que esta existe. O a aferrarse a la esperanza de un canje por otra metafísica poco similar, inventada, estéril, necesitada de un premio celestial, posterior, eterno, supuestamente feliz, comunitario y malcriado.

Somos conscientes de que parte de la vida que va sucumbiendo junto al pasado, canjeada obligatoriamente por una vejez maldita y patética, contradictoria y ambigua, impone en una fugacidad que la incapacidad y la muerte pasan en un tris a ocupar los lugares más destacados del final de cada uno.

Las ansias crecen y las ilusiones menguan, alumbrando de a poco desde los ochenta años (es una referencia, nada más) de una misantropía infinita e incomprensible, nutrida por la dependencia, la soledad, el rechazo o el abandono. Esa instancia subjetiva indica que ha llegado la hora de renunciar, de resignarse a la hora estéril, a la hora del veredicto, a la hora de la muerte.


Imagen de portada: Juan H, en invierno


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Peter, mi perro, murió hace pocos días.
Con cariño y dolor, lo despido con un cuento ficcional que comparto con ustedes, mis amigos, y quienes deseen leerlo:
Mi perro Peter
Las noches serenas con luna en los campos de Anta, allá lejos, en la montaña, son tristes y frías; frías, silenciosas y solitarias. Los años y una vaga ceguera me vedaron para siempre distinguir con claridad el azul mañanero de la sierra. Ahora, sin colores ni escolta, los monólogos son conmigo mismo: un hombre en pena, que habla solo y se acompaña con el atronador silencio campesino.
Peter, mi perro, anoche agonizaba su vejez en el rancho. Murió a la madrugada. Sacando fuerzas de donde no las tenía, lo abrazaba con los ojos llorosos, buscando los suyos. Hasta minutos antes se extraviaban suplicantes. Entre la sensación de ausencia y soledad, de a poco me detenía para enjugarme las lágrimas y rastrear un insostenible sosiego para mi alma exhausta.
El ermitaño cortejo de la mañana siguiente consistió en un mínimo ritual, en lo profundo de una tumba cubierta de geranios y diminutas margaritas blancas. Era el mismo lugar donde mudaron en tierra partes de mi vida: los recuerdos localizables de los demás compañeros perrunos, y ahora Peter.
Sin embargo, una mezquindad metafísica no supo ni quiso encargarse de enterrar con él mi dolor y angustia.
No sé cuándo nací ni cuantos años tengo.
No es que haya olvidado mi edad, pero calcule usted, tuve seis perros.
He vivido lo que ellos. Como compañeros que se alivian uno al otro no tuvimos divergencias; compartíamos nuestras claras alegrías, los días, las noches y hasta las horas de comer; total, siempre eran tiempos de penurias y la carne era un bien escaso; hasta los huesos eran escasos. Coincidíamos en cuestiones etéreas y en las gracias que nos regalábamos. Es cierto que no hay palabras que expliquen el decurso de una pulcra y única amistad; al menos yo lo entiendo así. Pero sé que con cada una de ellos había conformado eslabones de un séquito amigo que fue calando, en cada caso, muy hondo en mi corazón.
La ausencia de Peter desató un proceso devastador. La desgracia despojó a este intrascendente personaje de los paseos por los montes y las cañadas para detenernos, de pronto y sin razón, en momentos de tranquila introspección, para distinguir la bella devolución de voces, trinos y cantos de los ecos vallistos.
La singularidad de mi conciencia, abierta a compartir el mundo universal, no se encuentra confinada a la unidad limitadísima de solo un individuo biológico. Creo que todos somos variantes de un orden que corre el telón de la bella y compleja naturaleza, que nos permite disfrutar felices los innumerables géneros vivos que pueblan nuestro pequeñísimo astro.
Pertenezco por naturaleza y convicción a esa comunidad y, por suerte, entiendo, vivo, gozo y sufro con estos signos usuales de la condición humana hacia los demás seres vivientes. Tal vez ello explique el porqué esta criatura moribunda, que me dispensaba esas últimas miradas profundas, afectaron tanto mi alcance descriptivo, tanto como para que no pudiera contener el llanto de un auténtico afecto fraterno.
Todo muere… pero aceptar la muerte y aprender a sobrevivir después es un difícil desafío. Para peor, en tantos tiempos irreparables de terremotos inmóviles, oscuridades y soledades, en un momento trágico, hace muchos años, falleció mi esposa. Nos antecedió a todos en su partida al arcoíris.
Ella me fue asignada una vez y para siempre por la flecha de Cupido, y la amé cuánto y tanto pude, mucho más allá de lo humano.
Los hijos, mis amados hijos, uno a uno, grandes ya, fueron dispersándose por sus propios y distintos caminos.
En tanto, la compañía de Peter era bien dispuesta, nada insignificante, compensadora. Mutuamente subordinados, compartimos muchos años afables, divertidos, de febril entusiasmo y gozoso desasosiego.
En cambio, cuando se aproximaron aquellas noches finales, añares después de su cachorra llegada, las profundidades de su lealtad se escurrieron entre las manos de una tranquila y triste aura que lo llevó a un cielo desconocido. Yo venía presintiendo que el final de su prolongado calvario se hacía realidad. Hacía varios meses que no me regalaba la suavidad de su pelambre delicada, coqueta, sedosa y larga; y a poco que se le iba apagando la mirada llorosa, sus ojos demandaban un inminente socorro de imposible cumplimiento. Día tras día, el avance de ese naufragio senil se volvía inexorable; otra piel, rugosa y seca, casi sin pelo, y una cadera trunca, sumaban mayor agonía.
La vida es cruel, difícil, breve y frágil; no lo es menos conseguir el coraje que permite sobrellevar tantos escollos.
Con Peter murió la posibilidad de los largos y laberínticos soliloquios. Movido por una variedad de fe en la especie canina, complaciente y generosa, nos consagramos a un ruidoso silencio. Se interrumpió cuando nuestros lazos experimentaron el inexorable impacto del corte, el vacío y la mudez del dolor final. Peter, el depositario silente de confidencias y camaraderías, se retiró a los aires superiores. Quedé entonces, de rodillas, despojado de mis despachos verbales, reconociendo cuán profunda amistad existe entre un hombre y un perro. ¡Cuánta razón le asistía a Anatole France cuando decía!: “Hasta que no hayas amado a un animal, parte de tu alma permanecerá dormida”.
No hay episodios más tristes, normalmente, que los que conciernen a la muerte; y, pobre de mí, nunca he sido capaz de concebir totalmente una respuesta que diera explicación a tal sentencia.
Por las particularidades de cada estirpe: peculiaridades afectivas, necesidades y caracteres, terminamos siendo uno del otro prisionero, amigo, confidente, si no esclavo. No puedo explicar cómo esos vínculos emocionales pueden ser tan intensos, al punto de que ver a Peter a los ojos era como ver a mi otro yo en el espejo. Quisiera encontrar la mejor manera de explicar ese profundo sentir, pero creo que ese exclusivo sentimiento es inexplicable. Y acongojado por esa experiencia, que no pudo ser reforzada ni con una pizca de entereza o tenacidad, no alcancé a realzar mi alma para encontrar consuelo a tanta pena y llanto. Tampoco me fue permitido gestionar con discreción el duelo. Seguramente, esas expresiones de dolor son la forma con la que atravesamos por la garganta nuestros mismos dolores, esperando, en algún momento, tal vez con una lenta aceptación, el inevitable arribo de una resolución final y propia.
Mi existencia era apenas conocida por los escasos lugareños, alejados y ajados tanto como yo. Sin embargo, ayer me visitó don Atenor, el anciano de la Cañada, que habría de tener noticias de mi historia por aproximaciones de corrillo. Silencioso y parco como siempre, no quiso siquiera aceptarme un mate. Me palmeó los hombros con la mano derecha mientras me cedía con la otra una canasta. En cuanto la abrí y puse la mano adentro, una suave y tibia humedad, seguida de un leve gemido, lamió mis dedos. “Esto es para usted”, me dijo, “nunca esté solo”.
Anita Campero, Eugenia Maria Campero y 130 personas más
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Muy grato recuerdo de la visita a la UNT, años atrás, del doctor César Milstein, Premio Nobel de Medicina de 1984, de su amabilidad y camaradería.



https://www.lagaceta.com.ar/nota/885417/actualidad/cesar-milstein-premio-nobel-entre-ciencia-paella.html


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Días atrás, por sugerencia de mi querida amiga la Dra en Letras Honoria Zalaya de Nader, la  Sección literaria de la revista Prensa activa digital me pidió que escriba un artículo por el día de la mujer. Me pareció oportuno que este homenaje fuese a mi esposa Fatima, en un nuevo aniversario de su muerte. En él va un homenaje a todas las mujeres.


http://prensaactivadigital.com.ar/literarias-requiem-para-un-desconsuelo/


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Es realmente excelente este regalo de la UNESCO: la Biblioteca del Senado de los EEUU. Guarda infinidad de libros, mapas y datos literarios e históricos. En lo personal, me encontré con la gratísima sopresa que su catálogo cuenta con dos de mis libros, "El marqués de Yavi" y "La india Petrona - Crónica de hechicerías e inquisiciones en el viejo Tucumán".




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La bruja del acetato

Los años me dotaron de la ventaja de que ciertos hechos del pasado se perpetúen en mi memoria. Puedo comprobar lo mucho que revivo de otros tiempos, y tendría más que mil razones por qué extenderme sobre aquellos primeros años míos. Como las cosas más dignas de ser recordadas, examino con melancólico interés esas primeras sensaciones nacidas en la infancia, no por compasión, sino por la dulzura que el candor y la mano suave del curso del tiempo les confiere.
No puedo imaginar que existan ideas que se expresen con más fuerza que esos recuerdos anotados. Sin embargo, su repaso me obliga a no faltar la promesa de revisar aquellas cosas que apenas dejaron huella o que ni siquiera sucedieron. Sin comprender cuál es la naturaleza de esos sentimientos, me entristece un poco comprobar que a veces esa facultad de sentir o imaginar ese tiempo, al día siguiente, cumpliendo una sentencia estipulada, muta en algo el orden y la disposición de ese todo o cambia por completo su paisaje. Rescato que por providencia el andar no me separó de esos lugares, aunque estuvieran atravesados por el espacio de una vida posterior por completo diferente.  
Es mi intención hacer el mejor de los honores a ese tiempo y región que aprecio, y hubiera querido contar con la habilidad de la palabra para evocar las escenas en todos sus detalles y derramar de correcta forma el apego que me embarga.

Empezaré diciendo que soy el segundo hijo de una cría de seis; en verdad, el tercero de siete, y que a pesar de las disímiles vivencias que acusamos, todos sentíamos la íntima impresión de que aquella vida en común merece calificar de aire delicioso, en el que respirábamos hondo mientras corríamos libremente de un lado a otro sin que nadie nos molestara.
Antes de que yo naciera, el hilo de las horas y el orden de los años se sorprendieron con un trastorno profundo, que se introdujo desorbitando ese plácido mundo. Un día lluvioso de verano, amargo y confuso durmió para siempre al segundo de los hermanos, Ernestito. Tenía tres meses y apenas abría los párpados cuando lo visitó la Muerte Blanca, retirando de su pequeño pecho el escaso aire que contenía. Lo echó a dormir en una tierra distinta, desatando un mar de dolor que desvencijó los espíritus de mis padres y de la casa.
Mi llegada poco más de año luego sirvió para afinar un poco la desgracia de ese cielo purpurado, que encuadraba cada atardecer y cada noche el calvario de mi madre. Aunque nunca fue tachada o remarcada, creo yo que la sencillez de la naciente existencia abonaba un sentimiento que le daba cierto valor para sufrir, influyendo en ella para que derramara sobreprotecciones cuya tributación sin saberlo yo cobraba.
Habían pasado varios años y llegados cuatro hermanos y yo seguía figurando para ella una especie de renacimiento, de estación estival. Sin embargo, nadie quería que se hablara de aquel otro asunto triste.
Mi padre, en tanto, un hombre mayúsculo, increíblemente corpulento, singularizado de crispante manera rumiaba por las horas un lamentado silencio con igual emoción. Su actividad diaria era continua y comenzaba en los amaneceres, hasta que cumplida la mañana, luego de las labores del campo tempranero, hacía notable su regreso caminando sobre sus botas crujientes por el interior de la casa. Se mostraba de ropa de campo o traje con chaleco según fuese la circunstancia rural o citadina, pero siempre con sombrero Panamá. Afeitado y peinado a la gomina, con paso decidido sus piernas larguísimas movían hábilmente su corpulenta figura. Tras un breve silencio, encendía un humo de tabaco que elevaba rizos negros que escapaban por entre sus dedos de manos perfectas, casi inconcebibles para un hombre de campo. Cuando las asentaba en descanso sobre la mesa de comedor dejaba dibujabas las palmas, indicando a la par de una triste sonrisa estar presto a jugar con alguno de nosotros al áspero tableteo de las fichas de dominó.
Por entonces vivíamos en la tranquilidad generosa de una mediana opulencia, que olía vagamente a sopa en la cocina, pan tierno, agua de lavandina y mantel limpio. Sin embargo y cada tanto, por estrella no pasaba a ser total desdicha cuando la cosecha de la caña de azúcar, que surtía a la familia, era zarandeada por las interminables penurias de la añosa industria.
Ese deleite de antaño se brindaba con más fuerza cuando Valentina e Isabel, las niñeras, dejadas en entera libertad para que se ocuparan de la casa y de los chicos nos llevaban a las compras de final del día. En tanto, en la mitad de la ciudad comenzaba a reinar una luna inmensa que no tardaría en cubrirla por entera con su luz crepuscular. Esas caminatas a mercados y almacenes solían ser paseos por insondables lejanías. Con el paso de sus piernas forjadas en el altiplano boliviano, ligeramente torcidas, nos bajaban a misteriosos valles de vistas y de compras, desconocidos y profundos.
Abrigo la íntima impresión de que ese remoto existir constituía una especie de fluido cultural que se encargó de componer lentamente los rasgos esenciales de nuestra personalidad. Sea cual fuere el punto de observación de aquella vida en común, puedo evocarla con perfecta nitidez.

Era el mes de agosto y yo cumplía siete años. No me toma esfuerzo retroceder a esa época nunca acabada de mi vida primitiva, sin miedos de niño ni angustias por un futuro incierto, tanto como para que hoy comience detenido en mi vista inquieta de cumpleañero provocado de ansias, curiosidades y del deseo de ser obsequiado. Nada podía superar la espera del regalo de mis padres, que llegó como beneficio festivo a la hora oportuna, el mediodía. Con admiración inexplicable yo saltaba de alegría: se materializaba en un juego de química.

Rápido descubriría horas después que puertas abiertas más abajo de mi habitación se habilitaba un punto apropiado para desarrollar los experimentos: una mesita de mármol blanco que brotaba de la pared del patio y de accesorio un par de cajones vacíos de manzanas. El perímetro de tres paredes y una larga galería demarcaban el punto donde configuraría el gabinete de estudio.
Desde ese ángulo, el cancel abierto agraciaba la vista con el jardincito de ingreso a la casa, que mostraba una vasta bignonia trepando hasta los techos en forma de un enredo henchido de flores, arracimadas en millones de trompetitas de color anaranjado. Colgaban con alegría perezosa, como si almacenaran un paisaje a ser mirado hasta que uno se extraviara en el color.
Estando en la invención de razonar, en trabajo y soledad, con precauciones infinitas y al amparo de esa orquesta de flores y el sol del subtrópico tucumano, me dediqué a abrir la caja y a acariciar los frasquitos de cristales sin huellas que su interior abrigaba. Ácidos, sales y minerales me permitían disfrutar de siestas enteras de experimentos, diseñando extrañas fórmulas de finalidad y necesidad desconocida. Unificaba combinaciones naturales y salvajes, multicolores, que me atiborraban con imaginarios elixires, panaceas y supuestas ponzoñas.
La serenidad de las tardes llegaba cada día cuando el sol completaba su paseo por el suelo, evidenciando ese gesto tan suyo de prestidigitar el polvillo del aire en suspensión haciéndolo visible. Llamaba la atención que de espontaneo muy pocos del barrio denunciaran tamaño acontecimiento de brillos y reacciones, y solía preocuparme que durante el transcurso de la noche revisora, despojada del amparo de la luz, algo ignorado descuajara mi amasijo en compuestos distintos a los buscados.
Esas insignificancias me autorizaban a opinar que las setenta químicas que nacían de rebote eran pura ciencia, aunque en verdad me faltaba comprender, por ausencia de la claridad de juicio adulto, que además de la voluntad que imponía era necesario el conocimiento, el método crítico y la definición del objeto de estudio. Yo alardeaba de buen corazón, aunque algunos vecinos criticaban en mayor o menor medida los ensayos, tal vez por precaución. Supondrían riesgosa mi reclusión a una ciencia de imprevisibles reacciones. En tanto, sin atisbar esas perspicacias, anotaba en una libreta de almacén los logros con letra cursiva sin escoger ni rechazar ninguna de las observaciones, aun las idénticas, pretendiendo que cada historia fuese una historia única que pudiera recordarse y ser contada. Estaba convencido de que los relatos que escondían burbujas pasmosas alguna vez me concederían el privilegio de conmover a los lectores, o que la fama me rozara.

Los amigos de mi hermano mayor, Chelo y Bicho, se eternizaban en el propósito de asomarse al interior de mi pequeño mundo. Entre los murmullos de las alquimias desvanecían sonrisas provocativas entre acentos de camaradería, retozones y joviales, o lanzaban una risita curiosa. ¿Qué o cuánto podía importarles a ellos que yo pretendiera con una pócima dilatar hasta lo infinito las posibilidades del caos del color? Sin embargo, tal agudeza me hacía repensar con cierta vergüenza.
Mi hermano mayor prefería no involucrarse con el entrometimiento de sus amigos mirando fijamente, ensimismado, algún punto indefinido situado por encima de mi cabeza. Fijos mis ojos en las brillosas miradas de Chelo y Bicho -cuando lo que en realidad deseaba era apartarlas- me preocupaba que alguno me sorprendiera con una recia opinión, o con la púa de una pregunta sin chance de respuesta.
¡Zas! -¿Cómo se hace?- pronto lanzó Bicho con irrecuperable voz. Reacio a hablar, entre adivinatorio y sagaz hice una cosa ajena a mi voluntad: sonreír con una sonrisa habitual, tal vez benévola. Segundos después contesté: -Como se hace el huevo batido-.
Sacudido por la respuesta, Bicho atronó conteste con un torrente de palabras duras; luego se fue, anonadado, a explorar un disimulado refugio en alguno de los mil y un rincones de la casa.
 Delante de mí, Chelo, con el pelo siempre alborotado, trataba de acercar discretamente una silla de hamaca para curiosear las insignificantes transmutaciones. Sin impaciencia ni emoción, pero con viva picardía, sus ojos encendidos no tardaron demasiado en apuntar contra un pequeño recipiente que la caja guardaba impecable sin ser consumido. Su rótulo estampaba Acetato. Simulando, repitió la ojeada al frasquito. Podía apreciar su inquietud no exenta de malicia sin necesidad de volver la cabeza. Con sonrisa sospechosa preguntó: -¿Sabés qué contiene?-. -No- respondí de seco, negando admitir con tal dureza que algún insidioso de fuera de mi propia cofradía tuviera participación en la aventura.
Como si el infierno hubiera dejado de bostezar de pronto alerté espanto. En cuanto Chelo abrió la boca intuí que estaba a punto de ocurrir una desgracia: -Ahí está encerrada la Bruja del acetato- lanzó.
Me sucedió lo que a todo niño sorprendido, que no sabe cómo adaptar sus emociones incómodas ante una situación inesperada. Sin un mínimo de compasión, Chelo había despachado que mi jueguito de química escondía un espíritu de la oscuridad. No tenía él idea de hasta qué punto esas palabras, que acontecen en la infancia de una vez y para siempre, no tienen vuelta atrás. Su ínfimo discurso habilitaba en mi pequeña cabeza la fiera denuncia de que el frasquito encerraba nada menos que a una bruja. Me hizo caer en que si atañía una verdad, había estado compartiendo estancia con espectros del pasado sin saberlo.

Yo vivía hasta entonces en una tranquilidad generosa sin que quedara una sola cosa capaz de sorprenderme; de pronto, ya no me eran familiares todas las caras. Antes de que Chelo terminara su fantasmagoría traté de sonreír, en parte por voluntarismo; sin embargo, mis piernas descubrían mis temores flaqueando seriamente. Necesitado de confrontar esa maldad, alargando mi mano izquierda, pequeña y fría, tomé el hermético envase, lo examiné con atención y lo acerqué al oído.
No obstante no percibir rumor alguno quedé espantado. Procuraba que mi cara no revelara mis emociones, pero sin que lo quisiera un chorrillo de lágrimas desviadas por el viento me mojó las mejillas. Traté de reponer los párpados invadidos por miedo, que se habían cerrado y abultaban avergonzados. La porosidad de mi mente infantil jamás había sido fustigada por cuestiones tan rotundas. De pronto, caía en el vértigo que provocan los espectros inquietos que suelen rondar por las mesitas de mármol. No pude resistir; conmovido, agaché la cabeza y al ritmo de las emociones afectadas caminé hacia mi habitación con la vista fija en el suelo. Me recosté en la cama y acunado me cubrí los ojos con las manos para disimular el embargo, pero desbordada mi garganta por un nudo infranqueable rompí a llorar. A las seis de la tarde, cuando caía el sol, tuve la idea de que el jardín, las flores, los colores, mi laboratorio y el mundo entero se venían abajo. Una bruja inesperada estropeaba la fiesta de inventivas, secuestrando la gracia al punto en que disolvía el paisaje y lo convertía en algo distinto.
Mi madre, que paseaba cercana con la animación de quien ya lleva un buen rato entre cosas domésticas, figurando hasta qué punto estaba yo afectado me miró suavemente, roída el alma en una pena. Reconociendo la potencia que la magia materna tiene en los niños, me llevó a su regazo de alas infinitas y me abrazó con fuerza femenina. Levanté el rostro y me extendí hacia ella implorando compasión. Mi hermano mayor, preocupado, consolidó socorro adoptando una postura sentida. Me aferré a esa suave energía salvadora.
La inteligencia emocional de Chelo, pasmado por completo, daba cuenta del traspié fumando en tres extensas caladas un cigarrillo rubio tomado de prohibido y a escondidas de su padre mientras medía con la vista el espacio del error que circundaba. Vencido hacia adelante, reaccionó su moral apelando a que no prestara atención a su inventiva, desacreditando a los fantasmas que había creado. Bicho, con el candor de un alma tranquila colaboraba en el apaciguamiento.


Muchos años después de aquel recuerdo sigo pensado en esas cosas mágicas que por puro azar fluyen como una religión viva y fuerte de manera espontánea y natural. Pude comprobar que pasados los tiempos, por un confuso temor la mayoría de los adultos suelen olvidarse de apreciar esas presencias mentales. Irrespetuosamente profanos, extravían esa disposición a la conjetura y ya no piensan en hadas, brujas ni en personajes fantásticos. Reniegan de los cuentos y las maravillas adentradas en imaginarios bosques alucinantes, donde sibilas hermosas acunan a plena luz encantos y aureolas. Y de las brujas, que se desplazan intrépidas en medio de las tinieblas de pasajes, bosques y escondrijos.

Para suerte, aunque no tanto como entonces, no se me presenta hoy en día como una cuestión compleja abordar lo imaginario; disfruto de ese juego simbólico de sustituir la realidad y de sacudir los velos que cobijan los mil tonos del arcoíris metafísico.
Me basta, y con gusto, percibir lo incorpóreo que se expresa con eximia belleza en El Hada del azúcar, Cascanueces, La Reina de la noche o El jardín de las hadas.  O cuando se despiertan sensaciones increíbles que creíamos adormecidas con la dulce melancolía de un grillo, el tintineo de algunas músicas, el curioso croar del sapo más próximo, o con la evocación un perfume familiar, el aroma de un verano del recuerdo o el paso desprevenido por la calle de un inmueble demolido.
Con independencia de cualquier otra consideración, un frenesí de gentes descreídas conjetura que hay un tiempo para cada cosa y que la vetusta inventiva debe quedar velada en el olvido. Me conmueve ese sesgo. Incapacita de valerse de esos juegos mínimos que aportan imágenes consagradas a ensanchar las luces de la infancia. Amodorrados al zumbido de las moscas que en revoloteo huelen lo rígido de sus almas, obstaculizan el proceso creador y reniegan de las sin fronteras y de los sueños que se ventilan dichosos hasta en la mente de los ancianos. Abominan las ineludibles hadas, duendes, gnomos, brujas y demás seres sobrenaturales  y se subordinan al equívoco de que no hay arreglo posible entre razonamiento y fantasía. El mundo real debe batallar en su contra, porque para ellos el imaginario pertenece a un sistema espurio de leyes inaceptables. No comprenden que esas realidades prodigiosas no son, ante todo, instrumentos ocasionales, ni siquiera contrapuestos. Aferrados a los inciertos bordes de la lógica sin ilusión, desertan de la fantasía aprisionada en un par de pequeños zapatos que se detienen asombrados frente a un juego de química.
Queda para ellos el residuo doloroso de un rostro fijo para siempre, y el desplome sin demora de sus almas en el monte de la incredulidad vecina.



Rodolfo Martín Campero
      Marzo de 2019