La bruja del acetato
Los años me dotaron de la ventaja de que
ciertos hechos del pasado se perpetúen en mi memoria. Puedo comprobar lo mucho
que revivo de otros tiempos, y tendría más que mil razones por qué extenderme
sobre aquellos primeros años míos. Como las cosas más dignas de ser recordadas,
examino con melancólico interés esas primeras sensaciones nacidas en la
infancia, no por compasión, sino por la dulzura que el candor y la mano suave del
curso del tiempo les confiere.
No puedo imaginar que existan ideas que
se expresen con más fuerza que esos recuerdos anotados. Sin embargo, su repaso
me obliga a no faltar la promesa de revisar aquellas cosas que apenas dejaron
huella o que ni siquiera sucedieron. Sin comprender cuál es la naturaleza de
esos sentimientos, me entristece un poco comprobar que a veces esa facultad de
sentir o imaginar ese tiempo, al día siguiente, cumpliendo una sentencia
estipulada, muta en algo el orden y la disposición de ese todo o cambia por
completo su paisaje. Rescato que por providencia el andar no me separó de esos
lugares, aunque estuvieran atravesados por el espacio de una vida posterior por
completo diferente.
Es mi intención hacer el mejor de los
honores a ese tiempo y región que aprecio, y hubiera querido contar con la
habilidad de la palabra para evocar las escenas en todos sus detalles y derramar
de correcta forma el apego que me embarga.
Empezaré diciendo que soy el segundo
hijo de una cría de seis; en verdad, el tercero de siete, y que a pesar de las
disímiles vivencias que acusamos, todos sentíamos la íntima impresión de que
aquella vida en común merece calificar de aire delicioso, en el que respirábamos
hondo mientras corríamos libremente de un lado a otro sin que nadie nos
molestara.
Antes de que yo naciera, el hilo de
las horas y el orden de los años se sorprendieron con un trastorno profundo,
que se introdujo desorbitando ese plácido mundo. Un día lluvioso de verano, amargo
y confuso durmió para siempre al segundo de los hermanos, Ernestito. Tenía tres
meses y apenas abría los párpados cuando lo visitó la Muerte Blanca, retirando
de su pequeño pecho el escaso aire que contenía. Lo echó a dormir en una tierra
distinta, desatando un mar de dolor que desvencijó los espíritus de mis padres
y de la casa.
Mi llegada poco más de año luego sirvió
para afinar un poco la desgracia de ese cielo purpurado, que encuadraba cada
atardecer y cada noche el calvario de mi madre. Aunque nunca fue tachada o
remarcada, creo yo que la sencillez de la naciente existencia abonaba un sentimiento
que le daba cierto valor para sufrir, influyendo en ella para que derramara sobreprotecciones
cuya tributación sin saberlo yo cobraba.
Habían pasado varios años y llegados cuatro
hermanos y yo seguía figurando para ella una especie de renacimiento, de
estación estival. Sin embargo, nadie quería que se hablara de aquel otro asunto
triste.
Mi padre, en tanto, un hombre mayúsculo,
increíblemente corpulento, singularizado de crispante manera rumiaba por las horas
un lamentado silencio con igual emoción. Su actividad diaria era continua y comenzaba
en los amaneceres, hasta que cumplida la mañana, luego de las labores del campo
tempranero, hacía notable su regreso caminando sobre sus botas crujientes por el
interior de la casa. Se mostraba de ropa de campo o traje con chaleco según fuese
la circunstancia rural o citadina, pero siempre con sombrero Panamá. Afeitado y
peinado a la gomina, con paso decidido sus piernas larguísimas movían hábilmente
su corpulenta figura. Tras un breve silencio, encendía un humo de tabaco que
elevaba rizos negros que escapaban por entre sus dedos de manos perfectas, casi
inconcebibles para un hombre de campo. Cuando las asentaba en descanso sobre la
mesa de comedor dejaba dibujabas las palmas, indicando a la par de una triste
sonrisa estar presto a jugar con alguno de nosotros al áspero tableteo de las
fichas de dominó.
Por entonces vivíamos en la
tranquilidad generosa de una mediana opulencia, que olía vagamente a sopa en la
cocina, pan tierno, agua de lavandina y mantel limpio. Sin embargo y cada tanto,
por estrella no pasaba a ser total desdicha cuando la cosecha de la caña de
azúcar, que surtía a la familia, era zarandeada por las interminables penurias
de la añosa industria.
Ese deleite de antaño se brindaba con
más fuerza cuando Valentina e Isabel, las niñeras, dejadas en entera libertad
para que se ocuparan de la casa y de los chicos nos llevaban a las compras de
final del día. En tanto, en la mitad de la ciudad comenzaba a reinar una luna inmensa
que no tardaría en cubrirla por entera con su luz crepuscular. Esas caminatas a
mercados y almacenes solían ser paseos por insondables lejanías. Con el paso de
sus piernas forjadas en el altiplano boliviano, ligeramente torcidas, nos
bajaban a misteriosos valles de vistas y de compras, desconocidos y profundos.
Abrigo la íntima
impresión de que ese remoto existir constituía una especie de fluido cultural que
se encargó de componer lentamente los rasgos esenciales de nuestra personalidad. Sea cual fuere el punto de
observación de aquella vida en común, puedo evocarla con perfecta nitidez.
Era el
mes de agosto y yo cumplía siete años. No me toma esfuerzo retroceder a esa
época nunca acabada de mi vida primitiva, sin miedos de niño ni angustias por
un futuro incierto, tanto como para que hoy comience detenido en mi vista
inquieta de cumpleañero provocado de ansias, curiosidades y del deseo de ser obsequiado.
Nada podía superar la espera del regalo de mis padres, que llegó como
beneficio festivo a la hora oportuna, el mediodía. Con
admiración inexplicable yo saltaba de alegría: se materializaba en un juego de
química.
Rápido descubriría horas después que puertas
abiertas más abajo de mi habitación se habilitaba un punto apropiado para desarrollar
los experimentos: una mesita de mármol blanco que brotaba de la pared del patio
y de accesorio un par de cajones vacíos de manzanas. El perímetro de tres
paredes y una larga galería demarcaban el punto donde configuraría el gabinete
de estudio.
Desde ese ángulo, el cancel abierto agraciaba
la vista con el jardincito de ingreso a la casa, que mostraba una vasta bignonia
trepando hasta los techos en forma de un enredo henchido de flores, arracimadas
en millones de trompetitas de color anaranjado. Colgaban con alegría perezosa, como
si almacenaran un paisaje a ser mirado hasta que uno se extraviara en el color.
Estando en la invención de razonar, en
trabajo y soledad, con precauciones infinitas y al amparo de esa orquesta de flores y el
sol del subtrópico tucumano, me dediqué a abrir la caja y a acariciar los
frasquitos de cristales sin huellas que su interior abrigaba. Ácidos, sales y minerales
me permitían disfrutar de siestas enteras de experimentos, diseñando extrañas
fórmulas de finalidad y necesidad desconocida. Unificaba combinaciones naturales
y salvajes, multicolores, que me atiborraban con imaginarios elixires, panaceas
y supuestas ponzoñas.
La serenidad de las tardes llegaba cada
día cuando el sol completaba su paseo por el suelo, evidenciando ese gesto tan
suyo de prestidigitar el polvillo del aire en suspensión haciéndolo visible. Llamaba
la atención que de espontaneo muy pocos del barrio denunciaran tamaño
acontecimiento de brillos y reacciones, y solía preocuparme que durante el
transcurso de la noche revisora, despojada del amparo de la luz, algo ignorado descuajara
mi amasijo en compuestos distintos a los buscados.
Esas insignificancias me autorizaban a
opinar que las setenta químicas que nacían de rebote eran pura ciencia, aunque
en verdad me faltaba comprender, por ausencia de la claridad de juicio adulto, que
además de la voluntad que imponía era necesario el conocimiento, el método
crítico y la definición del objeto de estudio. Yo alardeaba de buen corazón,
aunque algunos vecinos criticaban en mayor o menor medida los ensayos, tal vez
por precaución. Supondrían riesgosa mi reclusión a una ciencia de imprevisibles
reacciones. En tanto, sin atisbar esas perspicacias, anotaba en una libreta de
almacén los logros con letra cursiva sin escoger ni rechazar ninguna de las
observaciones, aun las idénticas, pretendiendo que cada historia fuese una
historia única que pudiera recordarse y ser contada. Estaba convencido de que los
relatos que escondían burbujas pasmosas alguna vez me concederían el privilegio
de conmover a los lectores, o que la
fama me rozara.
Los amigos de mi hermano mayor, Chelo
y Bicho, se eternizaban en el propósito de asomarse al interior de mi pequeño
mundo. Entre los murmullos de las alquimias desvanecían sonrisas provocativas entre
acentos de camaradería, retozones y joviales, o lanzaban una risita curiosa. ¿Qué
o cuánto podía importarles a ellos que yo pretendiera con una pócima dilatar
hasta lo infinito las posibilidades del caos del color? Sin embargo, tal agudeza
me hacía repensar con cierta vergüenza.
Mi hermano mayor prefería no
involucrarse con el entrometimiento de sus amigos mirando fijamente,
ensimismado, algún punto indefinido situado por encima de mi cabeza. Fijos mis
ojos en las brillosas miradas de Chelo y Bicho -cuando lo que en realidad
deseaba era apartarlas- me preocupaba que alguno me sorprendiera con una recia opinión,
o con la púa de una pregunta sin chance de respuesta.
¡Zas! -¿Cómo se hace?- pronto lanzó Bicho
con irrecuperable voz. Reacio a hablar, entre adivinatorio y sagaz hice una
cosa ajena a mi voluntad: sonreír con una sonrisa habitual, tal vez benévola. Segundos
después contesté: -Como se hace el huevo batido-.
Sacudido por la respuesta, Bicho atronó
conteste con un torrente de palabras duras; luego se fue, anonadado, a explorar
un disimulado refugio en alguno de los mil y un rincones de la casa.
Delante de mí, Chelo, con el pelo siempre
alborotado, trataba de acercar discretamente una silla de hamaca para curiosear
las insignificantes transmutaciones. Sin impaciencia ni emoción, pero con viva picardía,
sus ojos encendidos no tardaron demasiado en apuntar contra un pequeño recipiente
que la caja guardaba impecable sin ser consumido. Su rótulo estampaba Acetato. Simulando, repitió la ojeada al
frasquito. Podía apreciar su inquietud no exenta de malicia sin necesidad de
volver la cabeza. Con sonrisa
sospechosa preguntó: -¿Sabés qué contiene?-. -No- respondí de seco,
negando admitir con tal dureza que algún insidioso de fuera de mi propia
cofradía tuviera participación en la aventura.
Como si el infierno hubiera dejado de
bostezar de pronto alerté espanto. En cuanto Chelo abrió la boca intuí que estaba
a punto de ocurrir una desgracia: -Ahí está encerrada la Bruja del acetato- lanzó.
Me sucedió lo que a todo niño
sorprendido, que no sabe cómo adaptar sus emociones incómodas ante una situación
inesperada. Sin un mínimo de compasión, Chelo había despachado que mi jueguito
de química escondía un espíritu de la oscuridad. No tenía él idea de hasta qué
punto esas palabras, que acontecen en la infancia de una vez y para siempre, no
tienen vuelta atrás. Su ínfimo discurso habilitaba en mi pequeña cabeza la fiera
denuncia de que el frasquito encerraba nada menos que a una bruja. Me hizo caer
en que si atañía una verdad, había estado compartiendo estancia con espectros
del pasado sin saberlo.
Yo vivía hasta entonces en una
tranquilidad generosa sin que quedara una sola cosa capaz de sorprenderme; de
pronto, ya no me eran familiares todas las caras. Antes de que Chelo terminara su
fantasmagoría traté de sonreír, en parte por voluntarismo; sin embargo, mis piernas descubrían mis temores flaqueando
seriamente. Necesitado de confrontar
esa maldad, alargando mi mano izquierda, pequeña y fría, tomé el hermético
envase, lo examiné con
atención y lo acerqué al oído.
No obstante no percibir rumor alguno
quedé espantado. Procuraba que mi cara no revelara mis emociones, pero sin que
lo quisiera un chorrillo de lágrimas desviadas por el viento me mojó las
mejillas. Traté de reponer los párpados invadidos por miedo, que se habían
cerrado y abultaban avergonzados. La porosidad de mi mente infantil jamás había
sido fustigada por cuestiones tan rotundas. De pronto, caía en el vértigo que
provocan los espectros inquietos que suelen rondar por las mesitas de mármol.
No pude resistir; conmovido, agaché la cabeza y al ritmo de las emociones
afectadas caminé hacia mi habitación con la vista fija en el suelo. Me recosté en
la cama y acunado me cubrí los ojos con las manos para disimular el embargo,
pero desbordada mi garganta por un nudo infranqueable rompí a llorar. A las
seis de la tarde, cuando caía el sol, tuve la idea de que el jardín, las flores,
los colores, mi laboratorio y el mundo entero se venían abajo. Una bruja inesperada
estropeaba la fiesta de inventivas, secuestrando la gracia al punto en que disolvía
el paisaje y lo convertía en algo distinto.
Mi madre, que paseaba cercana con la
animación de quien ya lleva un buen rato entre cosas domésticas, figurando hasta qué punto estaba yo
afectado me miró suavemente,
roída el alma en una pena. Reconociendo
la potencia que la magia materna tiene en los niños, me llevó a su regazo de alas infinitas y me
abrazó con fuerza femenina. Levanté el rostro y me extendí hacia ella
implorando compasión. Mi hermano mayor, preocupado, consolidó socorro adoptando
una postura sentida. Me aferré a esa suave energía salvadora.
La inteligencia emocional de Chelo,
pasmado por completo, daba cuenta del traspié fumando en tres extensas caladas
un cigarrillo rubio tomado de prohibido y a escondidas de su padre mientras medía
con la vista el espacio del error que circundaba. Vencido hacia adelante, reaccionó
su moral apelando a que no prestara atención a su inventiva, desacreditando a los
fantasmas que había creado. Bicho,
con el candor de un alma tranquila colaboraba
en el apaciguamiento.
Muchos años después de
aquel recuerdo sigo pensado en esas cosas mágicas que por puro azar fluyen como
una religión viva y fuerte de manera espontánea y natural. Pude comprobar que pasados
los tiempos, por un confuso temor la mayoría de los adultos suelen olvidarse de
apreciar esas presencias mentales. Irrespetuosamente profanos, extravían esa
disposición a la conjetura y ya no piensan en hadas, brujas ni en personajes
fantásticos. Reniegan de los cuentos y las maravillas adentradas en imaginarios
bosques alucinantes, donde sibilas hermosas acunan a plena luz encantos y
aureolas. Y de las brujas, que se desplazan intrépidas en medio de las
tinieblas de pasajes, bosques y escondrijos.
Para suerte, aunque no
tanto como entonces, no se me presenta hoy en día como una cuestión compleja
abordar lo imaginario; disfruto de ese juego simbólico de
sustituir la realidad y de sacudir los velos que cobijan los mil tonos del
arcoíris metafísico.
Me basta, y con gusto, percibir
lo incorpóreo que se expresa con eximia belleza en El Hada del azúcar,
Cascanueces, La Reina de la noche o El jardín de las hadas. O cuando se despiertan sensaciones increíbles que
creíamos adormecidas con la dulce melancolía de un grillo, el tintineo de
algunas músicas, el curioso croar del sapo más próximo, o con la evocación un
perfume familiar, el aroma de un verano del recuerdo o el paso desprevenido por
la calle de un inmueble demolido.
Con independencia de
cualquier otra consideración, un frenesí de gentes descreídas conjetura que hay
un tiempo para cada cosa y que la vetusta inventiva debe quedar velada en el
olvido. Me conmueve ese sesgo. Incapacita de valerse de esos juegos mínimos que
aportan imágenes consagradas a ensanchar las luces de la infancia. Amodorrados
al zumbido de las moscas que en revoloteo huelen lo rígido de sus almas, obstaculizan
el proceso creador y reniegan de las sin fronteras y de los sueños que se ventilan
dichosos hasta en la mente de los ancianos. Abominan las ineludibles hadas,
duendes, gnomos, brujas y demás seres sobrenaturales y se subordinan al equívoco de que no hay
arreglo posible entre razonamiento y fantasía. El mundo real debe batallar en
su contra, porque para ellos el imaginario pertenece a un sistema espurio de
leyes inaceptables. No comprenden que esas realidades prodigiosas no son, ante
todo, instrumentos ocasionales, ni siquiera contrapuestos. Aferrados a los
inciertos bordes de la lógica sin ilusión, desertan de la fantasía aprisionada
en un par de pequeños zapatos que se detienen asombrados frente a un juego de
química.
Queda para ellos el residuo doloroso de un
rostro fijo para siempre, y el desplome sin demora de sus almas en el monte de
la incredulidad vecina.
Rodolfo
Martín Campero
Marzo de 2019
0 comentarios:
Publicar un comentario