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Peter, mi perro, murió hace pocos días.
Con cariño y dolor, lo despido con un cuento ficcional que comparto con ustedes, mis amigos, y quienes deseen leerlo:
Mi perro Peter
Las noches serenas con luna en los campos de Anta, allá lejos, en la montaña, son tristes y frías; frías, silenciosas y solitarias. Los años y una vaga ceguera me vedaron para siempre distinguir con claridad el azul mañanero de la sierra. Ahora, sin colores ni escolta, los monólogos son conmigo mismo: un hombre en pena, que habla solo y se acompaña con el atronador silencio campesino.
Peter, mi perro, anoche agonizaba su vejez en el rancho. Murió a la madrugada. Sacando fuerzas de donde no las tenía, lo abrazaba con los ojos llorosos, buscando los suyos. Hasta minutos antes se extraviaban suplicantes. Entre la sensación de ausencia y soledad, de a poco me detenía para enjugarme las lágrimas y rastrear un insostenible sosiego para mi alma exhausta.
El ermitaño cortejo de la mañana siguiente consistió en un mínimo ritual, en lo profundo de una tumba cubierta de geranios y diminutas margaritas blancas. Era el mismo lugar donde mudaron en tierra partes de mi vida: los recuerdos localizables de los demás compañeros perrunos, y ahora Peter.
Sin embargo, una mezquindad metafísica no supo ni quiso encargarse de enterrar con él mi dolor y angustia.
No sé cuándo nací ni cuantos años tengo.
No es que haya olvidado mi edad, pero calcule usted, tuve seis perros.
He vivido lo que ellos. Como compañeros que se alivian uno al otro no tuvimos divergencias; compartíamos nuestras claras alegrías, los días, las noches y hasta las horas de comer; total, siempre eran tiempos de penurias y la carne era un bien escaso; hasta los huesos eran escasos. Coincidíamos en cuestiones etéreas y en las gracias que nos regalábamos. Es cierto que no hay palabras que expliquen el decurso de una pulcra y única amistad; al menos yo lo entiendo así. Pero sé que con cada una de ellos había conformado eslabones de un séquito amigo que fue calando, en cada caso, muy hondo en mi corazón.
La ausencia de Peter desató un proceso devastador. La desgracia despojó a este intrascendente personaje de los paseos por los montes y las cañadas para detenernos, de pronto y sin razón, en momentos de tranquila introspección, para distinguir la bella devolución de voces, trinos y cantos de los ecos vallistos.
La singularidad de mi conciencia, abierta a compartir el mundo universal, no se encuentra confinada a la unidad limitadísima de solo un individuo biológico. Creo que todos somos variantes de un orden que corre el telón de la bella y compleja naturaleza, que nos permite disfrutar felices los innumerables géneros vivos que pueblan nuestro pequeñísimo astro.
Pertenezco por naturaleza y convicción a esa comunidad y, por suerte, entiendo, vivo, gozo y sufro con estos signos usuales de la condición humana hacia los demás seres vivientes. Tal vez ello explique el porqué esta criatura moribunda, que me dispensaba esas últimas miradas profundas, afectaron tanto mi alcance descriptivo, tanto como para que no pudiera contener el llanto de un auténtico afecto fraterno.
Todo muere… pero aceptar la muerte y aprender a sobrevivir después es un difícil desafío. Para peor, en tantos tiempos irreparables de terremotos inmóviles, oscuridades y soledades, en un momento trágico, hace muchos años, falleció mi esposa. Nos antecedió a todos en su partida al arcoíris.
Ella me fue asignada una vez y para siempre por la flecha de Cupido, y la amé cuánto y tanto pude, mucho más allá de lo humano.
Los hijos, mis amados hijos, uno a uno, grandes ya, fueron dispersándose por sus propios y distintos caminos.
En tanto, la compañía de Peter era bien dispuesta, nada insignificante, compensadora. Mutuamente subordinados, compartimos muchos años afables, divertidos, de febril entusiasmo y gozoso desasosiego.
En cambio, cuando se aproximaron aquellas noches finales, añares después de su cachorra llegada, las profundidades de su lealtad se escurrieron entre las manos de una tranquila y triste aura que lo llevó a un cielo desconocido. Yo venía presintiendo que el final de su prolongado calvario se hacía realidad. Hacía varios meses que no me regalaba la suavidad de su pelambre delicada, coqueta, sedosa y larga; y a poco que se le iba apagando la mirada llorosa, sus ojos demandaban un inminente socorro de imposible cumplimiento. Día tras día, el avance de ese naufragio senil se volvía inexorable; otra piel, rugosa y seca, casi sin pelo, y una cadera trunca, sumaban mayor agonía.
La vida es cruel, difícil, breve y frágil; no lo es menos conseguir el coraje que permite sobrellevar tantos escollos.
Con Peter murió la posibilidad de los largos y laberínticos soliloquios. Movido por una variedad de fe en la especie canina, complaciente y generosa, nos consagramos a un ruidoso silencio. Se interrumpió cuando nuestros lazos experimentaron el inexorable impacto del corte, el vacío y la mudez del dolor final. Peter, el depositario silente de confidencias y camaraderías, se retiró a los aires superiores. Quedé entonces, de rodillas, despojado de mis despachos verbales, reconociendo cuán profunda amistad existe entre un hombre y un perro. ¡Cuánta razón le asistía a Anatole France cuando decía!: “Hasta que no hayas amado a un animal, parte de tu alma permanecerá dormida”.
No hay episodios más tristes, normalmente, que los que conciernen a la muerte; y, pobre de mí, nunca he sido capaz de concebir totalmente una respuesta que diera explicación a tal sentencia.
Por las particularidades de cada estirpe: peculiaridades afectivas, necesidades y caracteres, terminamos siendo uno del otro prisionero, amigo, confidente, si no esclavo. No puedo explicar cómo esos vínculos emocionales pueden ser tan intensos, al punto de que ver a Peter a los ojos era como ver a mi otro yo en el espejo. Quisiera encontrar la mejor manera de explicar ese profundo sentir, pero creo que ese exclusivo sentimiento es inexplicable. Y acongojado por esa experiencia, que no pudo ser reforzada ni con una pizca de entereza o tenacidad, no alcancé a realzar mi alma para encontrar consuelo a tanta pena y llanto. Tampoco me fue permitido gestionar con discreción el duelo. Seguramente, esas expresiones de dolor son la forma con la que atravesamos por la garganta nuestros mismos dolores, esperando, en algún momento, tal vez con una lenta aceptación, el inevitable arribo de una resolución final y propia.
Mi existencia era apenas conocida por los escasos lugareños, alejados y ajados tanto como yo. Sin embargo, ayer me visitó don Atenor, el anciano de la Cañada, que habría de tener noticias de mi historia por aproximaciones de corrillo. Silencioso y parco como siempre, no quiso siquiera aceptarme un mate. Me palmeó los hombros con la mano derecha mientras me cedía con la otra una canasta. En cuanto la abrí y puse la mano adentro, una suave y tibia humedad, seguida de un leve gemido, lamió mis dedos. “Esto es para usted”, me dijo, “nunca esté solo”.
Anita Campero, Eugenia Maria Campero y 130 personas más
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