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LOS 80 MISÁNTROPOS
Por Rodolfo Martín Campero |
Vivo solo, acompañado breves horas por una empleada malhumorada, seca, incómoda, muda, que se encarga con mala gana de la higiene de la casa y la comida hasta desaparecer a los postres por arte de magia. Todos los días son una reiteración del anterior.
Hace tres días cumplí ochenta años. Es de noche y estoy en mi habitación mohosa que da a la calle. Su puerta y su única ventana cerrada parecían muertas. Son las cuatro de la mañana, observo ensimismado el negro pavimento. Por el postigo torcido filtra un frío y duro viento que me hiela los pies. Estoy sin sueño, alerta. Todas las malditas noches cargo esas molestias que machacan en la gran edad.
Horas antes, en el crepúsculo, cuando el sol se perfilaba en decaída, en soledad, triste, una especie de depresión tediosa e indistinguible echó abajo todos los posibles sabores de la vida.
Esas madrugadas ociosas me obligan a un insomnio cotidiano, a la misma hora. Me enfurezco; fuese por la oscuridad, el frío, el estruendo callejero de bandadas de jóvenes motociclistas excitados con instinto suicida, o la barahúnda de automovilistas que lidian con idénticos riesgos más la destrucción del patrimonio de sus padres.
Agriado, me siento citado a deslizarme en otro día al que no estoy invitado. No acepto resignarme, estoy desganado y con una sensación indagatoria de matices amenazantes que insisten en que conviva con otro día que no me pertenece. Entre la soledad, el frío y el escándalo callejero, hasta los largos latidos propios los percibos obscenos, como quien descubre el ritmo o la respiración de terceros que no están ni me interesa que estén. Sé de antemano que esa jornada no tendrá vínculo alguno con aquellas del poderoso esplendor juvenil, y me sacudirá con que los ancianos no somos un espejo de la vulnerabilidad de los niños. ¡Vaya novedad! Por supuesto que infancia y vejez no se leen juntas; la del niño es evolutiva, la del viejo involutiva. Un viejo puede enseñar a caminar a un niño, nunca al revés.
Me eclipsan las expectativas de que voy a durar poco; pero lo que más me incomoda es que no me resta espacio, lo que no es de por sí bueno ni malo, salvo para esperar el final que me enfrenta, entonces largo un gruñido.
Algunos imbéciles creen que lo que siento es una percepción común de los humanos durante toda la vida; no es así; antes, de joven, me sentía eterno, ágil, pintón y hábil. Ahora curso un insubstancial vacío, introvertido, hosco, anclado a una declinación biológica que conlleva una misantropía sustentada en desgracias acumuladas durante años. A veces es un imaginario de representaciones del pasado que tratan de hacerme creer que los recuerdos superan en veracidad y gusto a los acontecimientos reales.
Tal vez, hoy la mayor épica que puedo comentar del rutinario día es que orino de sentado. De otra manera, mojo los pantalones, me ensucio, me enojo conmigo mismo, me avergüenzo, me odio. O lidio con mis articulaciones, obsesionadas en impedir a puro dolor y dificultad que me los ponga de nuevo. Ya no me late la mirada curiosa, la pasión por comprender el comportamiento humano ni el ansia de conocerme mejor.
Curiosamente, casi todos los escritos que leo tocan el naufragio de la vejez y sus complejidades; son puras demostraciones del penoso papel de la decrepitud.
Hay quienes recitan que con el correr de los días, por ejemplo, se agudiza la astucia; descreo de esos falsos consuelos llenos de lugares comunes. O sostienen que mantener una actividad, un hobby o leer retarda la pérdida de percepción y la empatía.
Moliere, seguramente enojado, decía que los primeros síntomas de la claudicación estimulan a algunos imbéciles cuasi desconocidos a agasajarte, obsequiarte afección, a falsear un acompañamiento con ilusorios abrazos. Nada odio tanto como a esas gentes que se contorsionan con artificios de adulación y quiméricas amabilidades; o a los médicos que, en la consulta, traicionando desesperanzas, repiten que “su dolor es benigno”. ¡Qué saben ellos de dolor!
Y no lo digo de mala gana, como si tratara de imponer una moral irónica o una pretensión caprichosa propia de la vejez. Además, aborrezco discutir sobre el tema, porque empiezo a gritar, impugno y me cuesta refrenarme.
Para colmo, la vejez encarna a veces el torcido proceder de creerse todavía joven a pesar de la condición abyecta del cuerpo, a pesar de que a veces sin, a veces con, una sensación amarga se adueña de una ajenidad sobre el presente. Ahí la generosidad de los corazones hipócritas se aprovecha para burlarse, por más méritos que tengan las personas vapuleadas.
Reconozco esa depreciación, que otros más nóveles manifiestan con una afable complacencia juvenil con la pretensión de henchir por instantes el orgullo de hacer creer que sus sueños se han realizado. Por lo contrario, es la vejez descolorida la que va creciendo con una disciplina implacable.
Digámonos la verdad. Cuando esa disminución domina el cuerpo, apenas queda lugar en la mente para una subjetiva supervivencia. No admito que exista alma alguna en la mayoría de edad que esté dispuesta a permitir estimaciones burdas de terceros, indignas, prostituidas; de trato insolente, irreverente, tanto si fuésemos personas serias o tontas. De ninguna manera. Sería como admitir que los ciegos opinen sobre los colores o, como decía Voltaire, que los sordos fuesen las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.
Por otra parte hay múltiples disparates escritos en textos antiguos, relatados en enclaves geográficos imprecisos, donde se compara nuestras vivencias mayores con otras de viejos de otras latitudes supuestamente felices, privilegiadas en su mayoría de edad. Me produce repulsión relacionarme con esas culturas seniles, cuando no imaginarias contrapuestas a las nuestras. Como la de los indios de la Amazonía, que abusan del mismo y acomodaticio vocablo para decir joven y bello que viejo y feo, y falsamente reservan a los mayores la última acepción de un inexistente e inmenso y digno derecho de ser los únicos confidentes cercanos a Dios. ¡Vaya manera de deshacerse de ellos! Los dioses olímpicos, más prácticos, no amaban a los viejos; los abandonaban a un rencoroso diálogo en soledad, a un monólogo soso sobre los espacios familiares y a padecer el colapso del sexo. O a que observen abatidos que apenas quedan migajas de una libido sin amor y con miedo; con muchísimo miedo.
El deterioro físico, los achaques, las enfermedades y los conflictos, conllevan a la disminución del prestigio y al mecánico ritual del ostracismo.
Ojala supiéramos hacer fecundos los días de la declinación, pero no es así, salvo excepciones. La rigidez arcaica sostiene una personalidad compleja y retorcida, que se ambienta en soledad y alimenta una bronca rabiosa. ¡Qué decir de la hora del atardecer!, la del crepúsculo, cuando amaina la luz y de su opacidad brota tristeza y desprecio: la falta de empatía torna el alma en carne viva.
Sumergidos en esa desolación, que aviene con las líneas de la etapa final, ya no queda nada para lisonjear, para ser íntimamente libre o socialmente útil. Ha desaparecido el proyecto de vida. Quedan saldos de recuerdos y algún intento de revisión de lo que lo que para el joven son ganas y para el viejo necesidades. En ese vaivén de mínimos entusiasmos y grandes decaimientos, en las tardías horas grises siento vergüenza, culpa y reservas. Ya se ha perdido no sólo lo propio, lo que ya no existe o no acompaña, salvo el cercano y desconocido vacío. El ambiente, la sociedad, lo físico y lo mental se manifiestan dolorosos, agresivos y significativos, reemplazados por la travesía de una existencia meramente contemplativa, inapelable, que insinúa el inminente naufragio.
La vejez no es una imbécil visión literaria; al contrario, es un sustantivo que da inicio a al conocimiento de la metafísica habitual, si es que esta existe. O a aferrarse a la esperanza de un canje por otra metafísica poco similar, inventada, estéril, necesitada de un premio celestial, posterior, eterno, supuestamente feliz, comunitario y malcriado.
Somos conscientes de que parte de la vida que va sucumbiendo junto al pasado, canjeada obligatoriamente por una vejez maldita y patética, contradictoria y ambigua, impone en una fugacidad que la incapacidad y la muerte pasan en un tris a ocupar los lugares más destacados del final de cada uno.
Las ansias crecen y las ilusiones menguan, alumbrando de a poco desde los ochenta años (es una referencia, nada más) de una misantropía infinita e incomprensible, nutrida por la dependencia, la soledad, el rechazo o el abandono. Esa instancia subjetiva indica que ha llegado la hora de renunciar, de resignarse a la hora estéril, a la hora del veredicto, a la hora de la muerte.
Imagen de portada: Juan H, en invierno